martes, 15 de septiembre de 2009

CONFESIONES DE UN POETA EN PARO

CONFESIONES DE UN POETA EN PARO

Antes que nada, debo advertir que nunca me he considerado un poeta, tan sólo aprendiz. Pero en estos tiempos amargos que corren por mis venas, en los que parece ser que no sirvo para nada, ya que no tengo oficio ni beneficio alguno, tenía que elegir alguna actividad. Y las opciones se me redujeron a dos: tocar la guitarra, o escribir poemas. Para lo primero soy un manta. Para lo segundo tampoco es que sea gran cosa, pero creo que se me da mejor, así que me autoproclamé poeta, aunque sólo fuera para ponerle título a esta carta, que no es para nadie en concreto. Bueno, sí, es para mí mismo. He intentado deshacerme de esa etiqueta que resuena de vez en cuando en mi cabeza: “no sirves para nada”. Debe ser que no me convence el poeta, este sí que lo es de verdad, Goitysolo, cuando dice que “no servir, y además para nada, es una bendición, la libertad absoluta”.
Hubo un tiempo en el que practicaba mucho más eso de escribir, y fingirme poeta, fingirme útil en algo. Escribia en un foro. Y había quien me seguía. Tenia lectores, y lectoras, que bebían mis palabras. Ya latia en mi interior esta sensación de ser un hombre repudiado, pero no tenia la fuerza que tiene hoy. A estas horas el “no sirves para nada” me envuelve, flota a mi alrededor. Cuando respiro, se mete por mis narices, atraviesa mi tráquea, mis pulmones, y llega a mi sangre. No sirvo para nada, ergo soy un hombre repudiado. Repudiado en un foro al que le regalé muchas cosas, y del que me han expulsado ya tres veces, sin que llegue a entender los motivos. No hay que buscar actos justos en la injusticia, supongo. Repudiado también por la sociedad, que con fuerza me grita “no sirves para nada”, y me arrincona en una oficina del cementerio, digo ministerio, con un numerito de “su turno” en la mano. Repudiado también por el amor, que se convierte en una tormenta, fugaz en sus vientos, que me secuestran y me llevan hasta las nubes, y más allá, para que me sienta cerca del cielo, y pueda fingirme útil y aceptado, contento y con esperanzas. Pero esta última vez, fue una tormenta tan corta, tan efímera, que ni siquiera me dio tiempo a vencer mi intrínseco excepticismo, y creérmelo del todo. El ostiazo que me dio contra el suelo, y la devastación que quedó cuando pasó la tormenta, me devolvieron a mi auténtico ser, el hombre inútil, el repudiado, el hombre solo.
Y además sin internet. Bueno, casi sin internet. Escribo esto para llevármelo en un lápiz, también llamado pendrive, a la biblioteca, donde, si hay suerte sin esperar turno, podré copiarlo y dejarlo al alcance de los ojos, pocos, muy pocos, de quien tenga a bien leerlo. En otros tiempos era más fácil, tenia la seguridad de que muchos, cientos de ojos tal vez, contemplaban mis palabras. Y jugaba a creerme útil en algo. Ahora, apenas escribo, consciente de los muros que me rodean, del silencio que me envuelve, y de la soledad que me abraza. No es lo mismo, y jamás lo será. Ese blog que tengo entre mis manos, es tan personal como solitario, tan descarnado como famélico. Tan inútil y repudiado como yo mismo. Claro, es mi hijo, mi hermanito pequeño, mi tendedero de trapos sucios.
“No sirves para nada”, me repite una y otra vez la sangre de mis venas, roja, como siempre, y honesta, también como siempre. Ella sabe lo que me rodea ahí fuera, porque se empapa del aire del cual respiro. Y no me engaña, me dice lo que veo, lo que oigo y lo que siento. “No sirves para nada”, me grita este amor sobre el que fabrico jardines de amargura, por si crece alguna flor y me lo oculta, ayudándome a olvidarlo. Tan inútil soy, que ni siquiera puedo decir la verdad ya, y debo amordazarme los “te quiero, todavía te quiero”, para no hacer más daño, y abrir más abismo entre los dos. Pero me conozco bien, llevo viviendo conmigo toda la vida, y me cuesta mucho engañarme. Nunca me ha gustado mentir, y menos a mí mismo. No puedo dejar de sentirme hermano de este amor con catalepsia, que aun desde la tumba y en una caja, rompe sus uñas y da voces, queriendo salir, mientras grita “estoy vivo, todavía estoy vivo”. Somos iguales, él y yo. Inútiles y repudiados. Absurdos e inconvenientes. Expertos en puertas cerradas, anchas espaldas, y ojos que se giran para no ver.
Y si llegado a este punto, paro de escribir, y lo dejo aquí, no le echéis la culpa a Joaquín Rodrigo, ni a Narciso Yepes, con su guitarrón de diez cuerdas, ni al hermoso pueblo de Aranjuez. Ellos no tienen la culpa de ser tan tristes y a la vez tan hermosos. Son mis lágrimas, empeñadas en salir al aire, y abrazarse a las notas y sonidos emitidos por quien, sin lugar a dudas, si que sirvió, sirve, y servirá, incluso después de muerto, para algo.
Ojalá Goitysolo, que obviamente es más poeta que yo, más listo que yo, y por ende, más útil, aunque sea a su pesar, tenga razón. Y este rey inútil que escribe mientras llora, o llora mientras escribe, sea total y absolutamente libre.
Sea pues esta solitaria y amarga libertad el premio de consolación, y el punto y suspensivo que precede al momentáneo silencio. Momentáneo porque, a pesar de que hable para mí sólo, siempre es mejor eso que quedarse callado.