EL SÍNDROME
Me bajé del metro, no sin dificultades, atravesando una maraña de presurosos viajeros disputados entre sí por conseguir un asiento al entrar en el vagón. Soporté un par de empujones, un codazo y un pisotón, hasta que sonó el silbato y las puertas se cerraron, enlatando a los pobres viajeros, la mayoría de los cuales no consiguió el ansiado asiento.
Me saqué el papelito donde había apuntado las señas, para cerciorarme de que sí que recordaba la calle, el número exacto, e incluso el piso y puerta. Después me dirigí al plano zonal que hay en cada andén, para verificar la ruta correcta. Salí del metro, y como elegí mal la salida, vagué perdido unos quince minutos, hasta que la información de un kioskero me condujo al portal que estaba buscando. Me fijé en los telefonillos. Junto a cada botoncito había una placa de colores con brillantes nombres impresos. Y allí estaba, debajo de una vidente africana: Doctor Bellino, Psicólogo. Pulsé el correspondiente botoncito, y me respondió una voz masculina.
-¿Sí?
-Soy L, tenia una cita con usted hace cuarenta y tres minutos. Siento llegar tarde.
-Es igual, le atiendo ahora. Suba.
Un zumbido eléctrico me confirmó que podía pasar, así que abrí la puerta y me adentré en el portal, buscando el ascensor. Aun tardé un poco en encontrar el ascencor, otro poco mientras esperaba a que bajara, y otro poco más en subir hasta la quinta planta. Pero para abreviar, ese trozo me lo saltaré.
El doctor Bellino era un tipo nervioso, con perilla. Aparentaba una edad bastante parecida a la mia, pero más desgastado, por lo que pensé que a lo mejor tenia unos cuantos años más que yo. Me sorprendió comprobar que o no era argentino, o lo disimulaba muy bien. Tenia un perfecto acento castellano-mesetero, muy similar al mio.
-Perdone que le reciba yo mismo. Es que con la crisis, tuve que recortar gastos, y despedí a mi secretaria. Puede que con el tiempo la vuelva a contratar, si recupero algunos clientes perdidos, y se hace un lifting, una liposucción, y algún que otro arreglillo corporal. Pero pase, pase a mi gabinete, túmbese en el sofá si lo desea, y una vez acomodado, me cuenta usted el motivo de su consulta.
-¿Es usted de Vallekas? - yo seguía maravillado con la nacionalidad no argentina del doctor.
-Pues no, pero casi acierta. Soy de Vicálvaro.
Pasé al despacho (él lo llamó gabinete, pero parecía un despacho), que resultó ser pequeño y austero. Habia una mesa, un sillón giratorio, y un sofá, todo lo cual estaba limpio pero con aspecto de tener ya más de una década de uso.
-¿De veras tengo que tumbarme?- le pregunté. Me parecía un poco ilógico, e incluso incómodo, que yo me tumbara mientras él se sentaba en esa silla con ruedas que había tras la mesa.
-Oh, no, claro. Puede sentarse si quiere, permanecer de pie, o incluso hacer flexiones mientras hablamos. Como esté más cómodo. Lo importante es que usted esté a gusto y relajado. Para que la conversación sea abierta y fluida.
-De acuerdo, elijo sentarme entonces.
Cada uno nos sentamos en nuestros respectivos sitios, y tras una breve pausa, y como vió que yo me quedaba callado, me preguntó, enarcando una ceja:
-¿Y bien, cuál es el problema, si es que hay un problema?
Pues sí, verá, ………..
Lo que le conté no lo diré aquí, para respetar la debida confidencialidad que este tipo de consultas requiere. Pero tuve que interrumpir mis explicaciones porque el doctor no paraba de jugar con un lápiz que tenia en la mano derecha. Intentaba hacerlo girar sobre el dorso, para que después recuperara la posición inicial entre sus dedos. Pero era tan torpe que se le caia al suelo cada vez, y tenia que agacharse a cogerlo. A la duodécima vez, según mis cuentas, que se le cayó el lápiz, y como quedó más lejos de lo habitual, de modo que tuvo que ayudarse con el pie para acercarlo, no aguanté más:
-Por favor, ¿podria usted dejar de jugar con el puto lápiz? ¡Me pone usted nervioso, y así no hay manera de concentrarse en contarle a usted mi vida!
-Le ruego me disculpe. Es que adolezco de un stress existencial en fase precrónica, que yo mismo me he diagnosticado y estoy tratando. Pero continue, y no dude usted de que le estoy prestando toda mi atención.
Quedó entonces el doctor inmóvil y en actitud expectante, sujetando su barbilla con ambas manos, renunciando así a la captura del lápiz, que continuó el resto de la sesión en el suelo.
Cuando por fín terminé de exponerle mi problema, creí que se había dormido, ya que continuaba en la misma postura, pero con los ojos cerrados. Me quedé callado, para observar su reacción, y comprobar así si ciertamente se había quedado dormido. Pero no fue así, porque tras un minuto de espeso silencio, abrió los ojos, me miró fijamente, y me dijo:
-Sí, sí. Su problema es muy frecuente, de modo que a estas alturas, y dado que se está acabando el tiempo de la consulta, me atrevo a hacerle un diagnóstico, si bien le recomendaría que viniera usted otro dia para que pudiéramos corroborarlo, y buscarle una solución satisfactoria.
-¿Y cuál es ese diagnóstico? - pregunté intrigado.
-Parece ser, aunque ya le advierto que podría equivocarme, y necesitaría más tiempo para confirmarlo, que padece usted el síndrome del parado de larga duración, posiblemente en grado agudo. De momento no es para alarmarse. Es un mal muy común en estos tiempos. Pero debe usted tratar cuanto antes esta dolencia, pues corre el peligro de entrar en la fase precrónica, que podría desembocarle en el síndrome del “me siento más inútil que el palo que sujeta una mierda pinchada en un palo”. Le recomiendo encarecidamente que venga usted a verme al menos un par de veces por semana, para que podamos empezar con las pautas que le devolverán la autoestima.
Yo me quedé callado, digeriendo lo que acababa de decirme, pero el doctor en seguida interrumpió mis pensamientos. Miró su reloj, y me dijo:
-Si me disculpa, la sesión ya ha terminado. Si hace el favor de abonarme los cincuenta euros, más el cupón de descuento que mencionó usted por teléfono que poseía….., De lo contrario serian sesenta.
Entonces sonreí ampliamente. No tenia ninguna intención, ni posibilidad, de pagarle.
-Verá usted, doctor, eso no es posible. Para empezar, y como motivo suficiente, usted en realidad no existe. Es fruto exclusivo de mi imaginación. Ya le he dicho a usted que estoy en crisis, que no encuentro empleo y que el bolsillo me tiembla. ¿Cómo piensa usted que podría malgastar el dinero en consultar a un psiquiatra? Me es más barato imaginarlo, y gastar esos cincuenta euros en víveres y cervezas. Usted no existe, no es real, y por lo tanto, no le hace falta que yo le pague, porque en mi imaginación no es necesario el dinero, y usted no puede ir más allá de ella.
El doctor se quedó pasmado primero, haciendo un hueco en su conciencia para poder darse cuenta de que era verdad, él no existía, y lo había sabido desde el principio, aunque no se hubiera dado cuenta. Después le empezó a temblar el labio, y unas lágrimas fueron rodando por sus mejillas. Intuí que había comprendido, y que estaba en fase de resignación, previa a la aceptación. Me dio pena el pobre hombre, así que le dije:
-Vamos, no se preocupe. Le haré caso, y vendré a verle dos veces por semana, como usted quería. Hasta el martes. - y me fui de la consulta, sin que el pobre doctor pudiera ponerse en pie y acompañarme hasta la puerta, acongojado como estaba.
Por supuesto, tenia grandes dudas al respecto de eso de volver a su consulta. Era demasiado nervioso, y su jueguecito con el lápiz me había disgustado bastante. Seguramente el martes me imaginara a otro psicólogo distinto. Además, así obtendría otra opinión distinta, y quién sabe si otro diagnóstico.
lunes, 2 de noviembre de 2009
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