HABLAR CON LOS MUERTOS
Los encontró el encargado de la casa rural, al día siguiente. Estaban los cuatro muertos, alrededor de la mesa, donde podía verse una tabla güija. Supo que estaban muertos porque probó a poner un espejo junto a la cara de cada uno de los jóvenes. Por supuesto, llamó a la policía, que tardó seis horas en llegar, tiempo que el encargado aprovechó para rebuscar entre las cosas de los difuntos, hasta que por fin encontró las setas alucinógenas que les había vendido, cuatro pequeñas dosis, suficientes para ayudarles en la sesión espiritista que iban a llevar a cabo. Comprobó que estaban todas, no las habían tomado. Se preguntaba qué habría pasado. Pero sólo podía esperar, así que puso a buen recaudo las setas y continuó con la limpieza del resto de las instalaciones.
La policía llegó, investigó, y sólo sacó en claro que los muertos eran cuatro jóvenes, dos hombres y dos mujeres, que habían estado haciendo espiritismo con la tabla güija, que no había signos de violencia, ni rastro de que hubieran consumido drogas, ni nada que pudiera explicar las muertes. El único y curioso detalle que encontraron fue que los cuatro murieron tapándose las orejas con las manos, como si hubiera algo que no quisieran oír. Más tarde, el informe forense concluiría que no había motivo aparente para ninguna de esas cuatro muertes. El caso quedó abierto unos meses, pero nadie investigó nada porque no había ninguna pista que investigar. Cuando acumuló el polvo suficiente, el expediente fue archivado y el caso se cerró. A día de hoy, sólo los cuatro jóvenes muertos y yo, que estoy contando esto, sabemos qué pasó realmente aquella noche de todos los santos del año 2010, en una pequeña cabaña alquilada para pasar dos noches. Pero los muertos no pueden contarnos nada, ¿o sí? En cualquier caso, no os preocupéis, ya os lo cuento yo.
En realidad, todo fue una idea de Tomás, el más mayor de los cuatro. Su primo le había hablado de lo bien que se lo pasó en una casa rural que había en pleno monte. Había cabañas para alquilar, el precio era razonable, y el entorno magnífico. Tomás pensó que sería genial pasar la noche de todos los santos en una cabaña de esas, y probar de una vez la tabla güija que había comprado en una tienda de antigüedades hacía ya unos meses. Estaba deseando probarla, y tratar de hablar con su abuela. No es que creyera mucho en esas cosas, pero podía resultar divertido, y había leído en internet que el mejor momento para hablar con los muertos era la noche de todos los santos, preferentemente en un lugar apartado y poco concurrido, para que la comunicación resultara más fácil.
Tomás convenció en seguida a Pili, su novia. Y Pili se lo contó a Soraya, que era su mejor amiga. Esta invitó a su novio, y así se juntaron los cuatro. De este modo el alquiler de la cabaña les resultaría más barato, y las posibilidades de diversión aumentarían.
Cuando llegaron, mientras el encargado tomaba los datos de uno de ellos y sacaba fotocopia de su documentación, Tomás le contó que pensaban hacer una sesión de espiritismo. El encargado no se extrañó. No era el primer grupo de jóvenes que pasaba allí la primera noche de noviembre con esas intenciones. De modo que les ofreció unas setas que cultivaba en su sótano. Las conocía bien, y sabía que mucha gente pensaba que eran necesarias para poder hablar con los muertos. Abrían la puerta de la percepción extrasensorial, y potenciaban el diálogo con otros mundos.
Tomás las compró, convencido de que el encargado tenía razón, porque él también había leído sobre eso. Pero en el último momento, cuando faltaba media hora para la medianoche y estaban ultimando los preparativos, Pili dijo que le daba miedo comerse las setas, que sería mejor que se las devolvieran al día siguiente al encargado. Sólo Tomás insistió en que eran necesarias. Pero Soraya se puso de parte de su amiga, y su novio, del que se decía que era bastante calzonazos, apoyó a ambas, renunciando a probar las setas. De modo que ninguno de ellos se las comió, pero cuando el reloj anunció la medianoche, encendieron las velas, apagaron las luces, y comenzaron la sesión.
Al principio no pasó nada, y hubo risillas, aunque Tomás les regañó y les dijo que se lo tomaran en serio, porque así seguro que no funcionaría. Pero al cabo de un ratillo, todos pudieron sentir un viento helado atravesando la habitación, cosa que tenía que ser sobrenatural, porque todas las ventanas de la cabaña estaban bien cerradas. Las llamas de las velas hicieron un par de amagos de apagarse, torcidas por el extraño y gélido viento. Y entonces, los pelos de los cuatro jóvenes terminaron de erizarse, al notar que el puntero de la tabla güija se movía sólo. Aunque acojonados, los jóvenes no dejaron de seguir con la vista el puntero, cantando las letras según iban siendo señaladas.
-Hola, ¿qué tal estáis? - dijo la tabla, con gran lentitud - yo me llamo Torrebruno, seguro que me conocéis. ¿Os canto algunas canciones? Pero no así, moviendo un puntero y señalando letras.
De pronto, una radio que había junto a la mesa donde estaban sentados, se encendió sola, y a través de ella pudieron escuchar la voz del muerto.
-Como os dije, me llamo Torrebruno, y mi ilusión es cantar. - el volumen de la radio estaba a tope, era ensordecedor - ¡Tigres, leones, todos quieren ser los campeones! - empezó a cantar.
Al principio, los cuatro jóvenes se quedaron pasmados escuchando, sin dar crédito. Tras tres o cuatro canciones, empezaron a cansarse, y trataron de apagar la radio. Pero la radio no se apagaba, no había modo. Trataron de encender las luces. Pero no pudieron encenderse. Tras dos horas y veinticuatro canciones, algunas repetidas, intentaron escapar de la cabaña, pero no consiguieron abrir ni la puerta ni las ventanas. Estaban encerrados.
Acabaron falleciendo los cuatro, brutalmente torturados por la voz de Torrebruno, que se mostró cruel e implacable, cantando incesantemente a través de la vieja radio, que sólo se apagó cuando los jóvenes ya estaban evidentemente muertos.
Y es que hay cosas con las que es mejor no jugar. Por si acaso.
martes, 26 de octubre de 2010
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